Fuera estaba diluviando. Era una tarde de tormenta, el mar estaba grisáceo y agitado.
En casa las paredes empezaban a sudar y el calor húmedo chorreaba por la moqueta.
Lía estaba enrollada en la manta y encogida en una esquina del sofá verde. Teo, a sus pies, había hecho del canibalismo su filosofía de vida: le arrancaba a bocados sus pies, sus manos, sus lunares, su cuello.
Ella le regalaba su sonrisa de bicarbonato mientras la luz de la lámpara de mesa la besaba en su tez clara.
-Teo, mírame. - él se asustó. Le asustó ver ese trozo de niña vestida de mujer, escondida detrás de una camiseta tamaño XL, con el pelo recogido en un moño que se descolgaba por su oreja derecha. La miró con una de esas miradas que, si te descuidas un segundo, te roban hasta el alma. Sonrió. Sabía que Lía hacía siempre cosas como esas, viajaba a su Universo paralelo y rescataba estrellas que luego ponía en fila para hacer collares.
Previsiblemente imprevisible.
Creo que por eso fue por lo que se enamoró de ella.
La felicidad real siempre aparece escuálida por comparación con las compensaciones que ofrece la desdicha. Y. naturalmente, la estabilidad no es, ni con mucho, tan espectacular como la inestabilidad. Estar satisfecho de todo no posee el encanto que supone mantener una lucha justa contra la infelicidad, ni el pintorequismo del combate contra la tentación o contra una pasión fatal o una duda. La felicidad nunca tiene grandeza.
(Aldous Huxley)