Desde el retorno de Lía, sus memorias se habían convertido en dos. Había crecido la incesante sensación del nacimiento de una nueva rama, la de los recuerdos rápidos y débiles, esos que se descuelgan rápidamente y tienden a caer en el olvido, luchando contra los lengos, los fuertes, los escasos. Ambos convivían intentando forjar una neblina sobre los posos del té.
Teo mantenía sus tardes en el sofá leyendo algún que otro libro cuando la luz ya se había ido, le gustaba el rincón de esa casa húmeda en consonancia a la pequeña luz que emanaba de la lamparita de noche, justo al lado de la estantería caoba que había heredado de su madre y que tanto olía a su necesidad de acariciar pero no apresar.
Así continuaban los días, labrados por desvíos agradables que se tornaban en desalientos, trabajando forzosamente porque la ciudad no fuese capaz de sentirles como unos visitantes más para poder así abrirles las puertas de lo invisible, evadiendo la ducha por temor a que arrancara un pedacito más del poco cobrizo que ya quedaba en su cabello.
Ni siquiera una sordina era suficiente para callar a los búhos aquella noche, los pájaros zarandeaban a las puertas de su casa, prediciendo la mano de Lía fuera de la bañera, ahogada en la desesperación, con los pulmones inundados por el desaliento del cuento que nunca pudo proseguir.
"Primero sé libre; después pide la libertad."
(Fernando Pessoa)